El Impacto de la Esperanza en la Salud y Medicina

“La esperanza es la medicina milagrosa de la mente. Ella inspira la voluntad de vivir. Ella es un poderoso aliado”.

W. Peterson (1961)

El Profesor Fred O. Henker (1985), de la Universidad de Arkansas, relata el caso de una pa­cien­te de 49 años, casada y madre de dos adolescentes. Había recibido una implantación de válvula mitral a los 47 años, evolucionando normalmente durante un año. Luego empezó a mostrar signos crecientes de descompensación cardiaca. Se decidió hacer un nuevo reemplazo. Cuando estaba internada para la cirugía dio muestras evidentes de pesimismo. Sus hijos eran indiferentes con ella y le hacían sentir que estaba de más. Su esposo se ponía cada vez más impaciente.

La mujer hizo algunos comentarios reveladores: “esto no va a servir para nada”; “tengo la sensación de que no voy a pasar este trance”; “estoy pronta para irme”. La operación fue un éxito. Se tomaron todas las precauciones para una buena alta. Sin embar­go, al segundo día del postoperatorio tuvo una falla cardiaca y murió. Todos los recursos estaban a disposición y fueron utilizados, excepto uno —termina diciendo Henker— “la espe­ranza de parte del pacien­te”.  

El curso de la esperanza en la medicina

¿Cómo se desarrolla y crece la esperanza? ¿De qué manera se puede acrecentar y fortificar para que constituya un motor generador de salud (Esperanza y medicina) y de plenitud de vida? Hay quienes tienen una actitud temerosa o de falta de osadía ante el futuro que los incapacitan para triunfar. Como esperan muy poco o no esperan nada, nada consiguen y sufren en el alma y el cuerpo esa falta de vuelo.

Quizás un ejemplo ilustrativo que habla del poder de la esperanza sea la experiencia de Joan; una estudiante que se recuperó de la anorexia, según le relató a su profesora S.L. Moore (2005, 101-102), de la Universidad de Athabasca en Canadá.

“A lo largo de mi enfermedad llegué a perder el sentido de la esperanza. Había renunciado a toda esperanza de recuperación. Caí en un pozo profundo de depresión y desesperación, lleno de negrura y dolor. No veía ninguna luz ni camino, solo la oscuridad en que me encontraba. Sin embargo, a pesar de mi estado, mi madre me dio la esperanza para seguir adelante y luchar por mi vida. Ella me enseñó que aún en las circunstancias más desesperantes y terribles siempre hay esperanza. ‘Eso es, precisamente, lo que debes encontrar.’ Tú puedes recuperar la esperanza en lugares impensados. De personas que no esperabas o a través de eventos que nunca habías imaginado. Antes de que la muerte me tomara, pude darme cuenta de que existía la esperanza. Aún en la más profunda adversidad hay lugar para la esperanza si tienes la voluntad para buscarla”.

Esperanza, medicina y salud

En un sentido general, podemos asegurar con el filósofo alemán Ernst Bloch (1980), que la esperanza es un Laboratorium possibilis salutis; un “laboratorio posible de salud”. Las investigaciones han demostrado, de manera incuestionable y con una infinidad de evidencias experimentales, que “la dinámica de la esperanza está profundamente conectada con la esencia de la vida humana, el bienestar y la salud… Esperanza y medicina” en quienes sufren una enfermedad, como por ejemplo, el SIDA (Kylma, 2005). También se ha encontrado correlaciones altamente significativas entre la desesperanza, el sufrimiento y la enfermedad, especialmente en los estados depresivos (v.gr., Srikumar et al., 2000; Morris et al., 2005) y en los actos suicidas (Cassells et al., 2005).

Estudios relacionados

Probablemente, entre los estudios más demostrativos se encuentren las investigaciones de seguimiento de miles de personas examinadas en su estado de salud y en sus niveles de esperanza (Esperanza y medicina) durante períodos prolongados. Uno de ellos (Anda et al., 1993), fue desarrollado por el departamento de Salud Nacional de Estados Unidos (US National Health). Evaluaron 2832 personas durante más de 12 años. Encontrando que los desesperanzados tenían un riesgo muy alto de contraer una enfermedad fatal del corazón en comparación con quienes reportaban altos puntajes de esperanza.

Otro estudio, realizado en Finlandia, sobre, 2428 hombres, seguidos durante 6 años, también se encontró que la mortalidad debido al cáncer era muchísimo mayor en los desesperanzados (Everson et al., 1996), que en el grupo de control. Finalmente, en San Antonio, Texas, Stern y colaboradores (2001), exploraron a casi 800 personas de origen mexicano y europeo, entre 64 y 79 años, para descubrir que 5 años después, el 29 % de los desesperanzados habían fallecido en comparación con el 11 % de los esperanzados, lo que significa que los desesperanzados tienen casi tres veces más posibilidad de morir anticipadamente en comparación con los esperanzados.

Esperanza y restauración de la salud

Todas estas consideraciones permite sostener que la visión esperanzada o desespe­ranzada que pueda asumir una persona, grupo o comunidad es facilitadora de los procesos de salud o de enfermedad. Puesto que influye en forma decisiva en la restauración, el mantenimiento como en la promoción de la salud física, la esperanza y medicina (Kylma, 2005) y mental (Viñas et al., 2004).

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Por lo anterior ha sido considerada como un ingrediente esencial para el ser humano. Tanto como “la comida y el agua” (Fitzgerald, 1979) o “tan necesaria como el aire” para vivir (Tiger, 1979, 13). Así pues, resulta forzoso reconocer que es la “esperanza lo que marca la diferencia”, como asegura la Dra. Sharon Moore (2005), tanto en la salud como en la enfermedad. Por lo tanto, en el corazón de la práctica clínica de todos los agentes de salud, la estrategia fundamental de la atención de los médicos, psicólogos, enfermeras (Moore, 2005, 100); como de los trabajadores sociales (Itzhaky et al., 2004) y todo aquel que busque ayudar a su prójimo, debiera ser inspirar y fomentar la esperanza de sus pacientes como de todos aquellos que quienes nos relacionamos para incrementar el bienestar personal y social.

La esperanza y calidad de vida

Si la desesperanza es sinónimo de enfermedad, la esperanza se identifica con la salud, el bienestar y la alta calidad de vida. La literatura demuestra consistentemente que los procesos de mejoramiento y recuperación psicológica requieren un sentido de esperanza (Roe y Chopra, 2003). En este punto, la esperanza ha sido definida “como un proceso de aceptación de la pérdida —usualmente acompañada de lucha y dolor—. Que comprende la exposición y el enfrentamiento de la adversidad.” Esto involucra un quehacer activo, de “trabajo” de esperanza, que tiene implicaciones de “crecimiento, desarrollo y un sentido superior de afrontamiento” (Ídem, 235).

Ampliando el tópico, Bret Simmons y su equipo (2003), han precisado el rol de la esperanza como variable mediadora de la salud. Estudiaron 950 enfermeras, de 175 centros sanitarios del sudoeste de EE. UU., basándose en la teoría del apego de Bowby. Identificaron tres estilos de relación: 1) interdependiente: un apego seguro y autoconfiable, con flexibilidad y relaciones recíprocas;  2) contradependiente: un patrón insalubre de comportamiento, sin apertura a los otros, que evitan comprometerse, actuando profesionalmente cuando se los requieren; 3) sobredependiente: otro patrón insalubre, de ansiedad y ambivalencia, basado en la creencia que los otros no pueden ser ayudados. Como puede apreciarse en la figura 1, se comprobó la hipótesis de que la esperanza es una variable mediadora entre las relaciones de interdependencia y la salud.

Figura 1.
Modelo de investigación basado en la esperanza como variable mediadora (Simmons et al., 2003, 367)

Esperanza, medicina y bienestar psicológico

Otros estudios han descubierto que la esperanza o el optimismo reportan menos síntomas físicos y mejor bienestar psicológico o estado de salud – Esperanza y medicina – (Ebert et al., 2002); aún después de sufrir una enfermedad grave o la muerte de un familiar (Kivimäki et al., 2005). Incluso la literatura la considera un agente que acrecienta la resiliencia en la infancia. Constituyendo un factor protector, esto es, una influencia “que ayuda a los niños a adaptarse y a enfrentar con éxito los desafíos de la vida, en el contexto de su propia cultura y de las etapas del desarrollo” (Alvord et al., 2005, 239).

Con respecto a la relación de la esperanza con la calidad de vida, se ha encontrado que tiene relación con altos niveles de inteligencia, buen rendimiento académico, madurez y aún con el éxito laboral. El primer punto lo comprobaron Nur­mi y Lainekivi (1991), al estudiar 111 adolescen­tes, entre 15 y 16 años, a los cuales se les preguntó acerca de sus proyectos y esperanzas futuras. Evaluaron sus funcio­nes intelectuales para establecer quienes eran los de mejor nivel intelectual. Los resultados mostraron que los más inteligentes fueron los que “más frecuente­mente mencio­naron esperanzas concer­nientes a su futura educación”. Es decir, aquellos que presentaban más alto puntaje de esperanza.

Resultados más contundentes encontraron en la Universidad de Girona, España (Viñas et al., 2004), al examinar a 1277 estudiantes de primero y segundo años. Se investigó los niveles de desesperanza, grado de depresión, ideas suicidas y varios aspectos del comportamiento académico. Descubrieron que el 13,9 % del grupo experimentaban niveles moderados y severos de desesperanza. Además, encontraron que eran precisamente este grupo de estudiantes quienes se quejaban más de la universidad; gastaban más tiempo en actividades extracurriculares y evitaban más ir a los exámenes.

Esperanza y rendimiento escolar

Otra investigación con resultados concluyentes fue realizada por C.R. Snyder y su equipo (ver Shorey et al., 2002). Se efectuaron cuatro estudios diferentes (uno de ellos siguiendo el desempeño de los alumnos durante 6 años), con grupos muy numerosos de estudiantes universitarios. Se comparando las respuestas de esperanza y el rendimiento escolar.

Los resultados mostraron que los alumnos que reportaron mayor grado de esperanza tenían mejor performance o mayor éxito académico y menos nivel de deserción escolar; más allá de sus habilidades naturales y el grado que estaban cursando. Snyder (2002, 357-358) lo explica, diciendo: “Las ventajas de una elevada esperanza son muchas. Quienes tienen alta esperanza, comparado con la gente de bajo nivel, poseen más metas, incluso más difíciles, pero tienen éxito en lograr alcanzar sus objetivos, ya que perciben sus metas como desafíos. Revelan mayor felicidad y menos nerviosismo. Tienen habilidades superiores para afrontar la adversidad. Se recobran más rápidamente de una enfermedad o un accidente y reportan menos estados de agotamiento (Burnout) como dificultades en el trabajo”.

Esperanza y aspectos sociales

Otros alcances importantes fueron descubiertos por Brackney y colegas (1992). Los autores relacionaron la madurez psicoso­cial, encontrando que aquellos que informaban mayores puntajes de esperan­za presentaban mayor grado de madurez. Hay que concluir, entonces, que los esperanzados solo son más inteligentes, si no también más maduros. Estas conclusiones han hecho pensar a Drake (1987), que la esperanza debería asen­tarse en el hemis­fe­rio izquier­do del cerebro, ya que es ahí donde se proce­san las funciones intelectuales superio­res.

La esperanza no solo tiene que ver con la inteligencia y la madurez. También está relacionada con el estado socioeconómico de la persona y con la actividad laboral que desempeña.

Aunque hay varios estudios al respecto, únicamente mencionamos el realizado por Paul C. Henry de la Universidad de Sydney en Australia (2005), quien investigó la esperanza/desesperanza con relación a la ocupación laboral. Clasificó las ocupacionales en siete categorías jerarquizadas, para examinar a 20 profesionales de los dos primeros niveles y compararlos con otro grupo de 20 trabajadores manuales correspondientes a las dos últimas clases. Henry entrevistó a cada uno de los cuarenta trabajadores para conocer detalles de su historia y las principales características de vida. Identificó el estilo o tipo de pensamiento de cada trabajador. Encontró que los obreros manuales mostraban un estilo de pensamiento pesimista. Se disponían a la desesperanza, en contraste con los profesionales altamente calificados que revelaban una actitud optimista y esperanzada.

Tabla 1.
Clasificación de las clases ocupacionales (Henry, 2005).

Alvord M.K. y Grados J.J. (2005). Enhancing Resilience in Children. A Proactive Approach. Professional Psychology: Research and Practice, Vol.36, No.3, 238-245.

Bloch E. (1980). El Principio Esperanza. Editorial Aguilar, 3 tomos, Madrid.

Brackney B.E. & Westman A.S. (1992). Relationships among hope, psychosocial development, and locus of control. Psychological Reports, Jun, Vol 70(3, Pt1), 864-866.

Cassells C., Paterson B., Dowding D. y Morrison R. (2005). Long-and Short-Term Risk Factors in the Prediction of Inpatient Suicide: A Review of the Literature. Crisis, Vol.26(2):53-63.

Drake R.E. & Cotton P.G. (1986). Depression, hopelessness and suicide in chronic schizophrenia. British Journal of Psychiatry, May, Vol 148, 554-559.

Ebert S.A., Tucker D.C. y Roth D.L. (2002). Psychological resistance factors as predictors of general health status and physical symptom reporting. Psychology, Health & Medicine, Vol.7, No.3, 363-375.

Everson, S. A., Goldberg, D. E., Kaplan, G. A., Cohen, R. D., Pukkala, E., et al. (1996). Hopelessness and risk of mortality and incidence of myocardial infarction and cancer. Psychosomatic Medicine, 58, 113–121.

Fitzgerald R. (1979). The sources of hope. Pergamno Press, Rushcutters Bay, Australia.

Henker F. O. (1985). Hope and Recovery from surgical illness. Comprehensive Therapy, 11(11), 11-15.

Itzhaky H. y Lipschitz-Elhawi R. (2004). Hope as a strategy in supervising social workers of terminally ill patients. Health & Social Work, Vol.29, Nº1, 46-54.

Kivimäki M., Vahtera J., Elovainio M., Helenius H., Singh-Manoux A. y Pentti J. (2005). Optimism and Pessimism as Predictors of Change in Health After Death or Onset of Severe Illness in Family. Health Psychology, Vol. 24, No. 4, 413–421.

Kylma J. (2005). Dynamics of hope in adults living with HIV/AIDS: a substantive theory. Journal of Advanced Nursing, Dec, Vol.52, 6, 620-630.

Moore, S.L. (2005). Hope makes a difference. Journal of Psychiatric and Mental Health Nursing, 12, 100-105.

Roe D. y Chopra M. (2003). Beyond Doping UIT Mental Illness: Toward Personal Growth. American Journal of Orthopsychiatry, Vol.73, No.3, 334-344.

Simmons B.L., Nelson D.L. y Campbell Quick J. (2003). Health for the Hopeful: A Study of Attachment Behavior in Home Health Care Nurses. International Journal of Stress Management, Vol.10, No.4, 361-375.

Srikumar A., Campbell D., Ruskin P. y Hebel R. (2000). Depression, Hopelessness, and the Desire for Life-Saving Treatments Among Elderly Medically Ill Veterans. American Journal Geriatric Psychiatry, 8:4, Fall, 333-342.

Stern S.L., Dhanda R. y Hazuda H.P. (2001). Hopelessness Predicts Mortality in Older Mexican and European Americans. Psychosomatic Medicine, 63: 344-351.

Tiger L. (1979). Optimism: The biology of hope. Simon & Shuster, New York.

Viñas Poch F., Villar E., Caparros B., Juan J., Cornella M. y Perez I. (2004). Feeling of hopelessness in a Spanish university population. Descriptive análisis and its relationship to adapting to university, depressive symptomatology and suicidal ideation. Social Psychiatry and Psychiatric Epidemiology, Vol.39, No.4, 326-334.

Shorey H.S., Snyder C.R., Rand K.L., Hockemeyer J.R. y Feldman D.B. (2002). Somewhere Over the Rainbow: Hope Theory Ewathers Its First Decade. Psychological Inquiry, Vol.13, No.4, 322-3310.

Mario Pereyra

Universidad de Montemorelos, México.

Citar este artículo:

Pereyra, M. (26 de julio de 2022). Esperanza y medicina. Instituto Salamanca. https://institutosalamanca.com/blog/esperanza-y-medicina

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